Apuesto a que estarás sorprendido de encontrar estas largas
cartas y posiblemente estés muy molesto por no habértelo dicho en persona. Pero
soy consciente que no estás listo aun para escucharme y tampoco sé cuánto
tiempo podré hablar contigo cuando desee.
Además que el solo pensar en la expresión de tu rostro al
leer estas líneas, es una pequeña motivación extra para que haya usado este
método.
Es difícil decidir por donde he de comenzar pero si quiero
que sepas tanto como sé tendré que hacerlo desde el principio.
Nací en una pequeña villa a las afueras de Londres en 1868.
De mi padre no supe nada y de mi madre solo tenía unas pocas fotos. Mi
educación estuvo a cargo de mis dos únicos sirvientes Isaac Moncrieff e Irene
Canterville. Si bien Irene era mi
institutriz, había varios temas de los cuales no poseía más que conocimientos
generales y por eso fue necesaria la presencia de Isaac.
Irene tomó el papel que mi madre solo dejó en imágenes borrosas. Solo hurgando
levemente en mis recuerdos puedo ver una vez más aquellas fiestas de té en la
que mi única invitada real fue ella. Siempre sonriente y amable rodeada de mis
animales de felpa. También recuerdo con afecto los días que tomadas de las
manos recorríamos los terrenos de la villa, a veces solo para poder ver a los distintos animales
que vivían en el pequeño bosque que era el patio trasero y otras por
la simple alegría de caminar con el sol bajo nuestras cabezas. Como
madre fue muy afectuosa pero eso no impidió que como maestra fuera estricta, de
ella aprendí sobre historia, economía, herbología y algunas otras de las ciencias humanas.
De los pocos recuerdos lucidos de mi época de infante no
pasa por mi mente la imagen de Isaac con una sonrisa. A pesar de su falta de
emotividad siempre fue amable conmigo. Al igual que Irene él se dedicó a dictarme clases siendo su
especialidad matemáticas y física, temas que aprendí con dificultad pero
pensándolo ahora no me es tan sorprendente los problemas que tuve con esas materias puesto solo tenía
cinco años cuando ambos me instruían temas tan complejos.
En ese entonces no pregunté el porqué de que me bombardearan
con tantos datos, que la mayoría de las chicas de esa época podían vivir su
vida sin conocer. Ahora soy muy
consciente de la tarea que me esperaba pero será mejor dejarlo para unas líneas más
adelante.
Como dije antes, ellos dos fueron de alguna forma la figura
materna y paterna que tuve durante mi infancia. Durante aquellos años recuerdo
haber preguntado muchas veces si ellos dos eran mis padres o si estaban
casados. La primera pregunta los hacía mirarse el uno al otro con desagrado y
cautela mientras que la segunda los obligaba a sacarme de la habitación para
dedicarse a unas largas discusiones que rivalizarían con las peleas de un par
de niños.
Si tuviera que resumir mis primeros cinco años en este
mundo debería decir que fue algo
diferente a la infancia normal. No conocí a nadie más de mi edad y es más las
únicas personas con las que tuve contacto fueron Irene e Isaac. A pesar de esto
no mentiré al decir que fueron años tranquilos de días largos y noches que
deseaba fueran más cortas.
Fue en mi séptimo cumpleaños en el cual mi imagen del mundo
cambio radicalmente. Lo recuerdo a la perfección, esa mañana me encontraba
disfrutando de un té después del desayuno mientras le daba una rápida pasada a
las notas de mi última lección. Pude notar con mucha facilidad que mis dos
sirvientes se comportaban de manera muy inusual, desde el instante en que
desperté sola en mi habitación —solía dormir con Irene—tuve una extraña
sensación como si algo grande estuviera a punto de ocurrir. Durante el desayuno
ambos se mostraban muy distraídos y cada vez que trataba de hablar con uno de
ellos se ponían nerviosos de manera sospechosa. Lo primero que se me ocurrió a
mí, en esa época de mi infantil pensar, fue en una sorpresa por mi cumpleaños,
así que deje pasar sus excentricidades hasta que decidieran develar aquel
secreto que los hacía ver tan curiosos.
La tarde llegó y como era costumbre me dispuse a practicar con
el piano de nuestra sala de música. Clases que tomaba bajo la supervisión de
Irene. Aun era una principiante y me costaba mucho recordar que nota era cual
en el piano y muchas veces cometía errores cada tres segundos. La práctica de
aquel día fue un poco diferente ya que tras tantos fallidos intentos logré
completar la pieza pero en vez de una felicitación por parte de mi mentora solo
conseguí una mirada vacía perdida en el espacio.
—Muy bien ¿Qué es lo que te pasa?— mi paciencia había sido
puesta al límite y en aquel momento no pudo importarme menos el posible regalo
de mi antiguo razonamiento.
— ¿Q-Q-Qué es lo que dice? No es nada para preocuparse
Señorita Henriette— me contestó muy nerviosa arrugando el delantal sobre su
vestido negro con ambas manos.
Es cierto, para ese entonces ambos habían cambiado el
afectuoso Henriette por la solemne señorita Henriette con el que aun me siguen
llamando.
—Desde la mañana ambos han estado actuando de manera muy
sospechosa— me levanté del banco y me acerqué hacía mi sirvienta, tratando de
no dejar que mi frustración fuera muy evidente.
— ¿S-Se dio cuenta?— Preguntaba con una sonrisa nerviosa.
— ¡Tendría que estar ciega para no notarlo!— Irene se
encogió ante mi exabrupto pues era la primera vez que me comportaba así.
—…— se quedó callada
con una mirada nerviosa. Primero mirándome a mí y después mirando a sus
zapatos, acto que repitió muchas veces.
—Si tienes algo que decir dilo de una vez— le dije tras
subirme al banco cercano para estar a la misma altura.
Irene me miró por unos segundos más para dar después una
respiración profunda. Murmuraba algo para sí misma, al parecer preparándose
para lo que fuera a decirme en ese momento.
—Es cierto, hay algo de lo que debemos hablar señorita
Henriette— Irene me tomó de la cintura y me colocó en el suelo.
—P-Podría decir muchas cosas… pero hay poca probabilidad de
que me crea… ya sé, mejor será mostrarle. Como no confiar en sus propios ojos—
dijo ella con una sonrisa de satisfacción.
— ¿Qué tanto dices? No puedo…—
Me quede con la palabra en la boca, no podía creer lo que
sucedía en frente de mis ojos. El cabello corto castaño de mi sirvienta se
tornaba en un azul marino. De su cabeza comenzaron a brotar una cornamenta como
la de un ciervo y de su espalda unas alas que parecían las de un murciélago
pero más grandes y de contextura más gruesa.
— ¿S-Señorita?—
— ¿Me
escucha?...Señorita…—
La voz de mi madre adoptiva se
fue desvaneciendo a medida que la oscuridad opacaba mi vista.
Cuando volví a abrir mis ojos
la noche había caído y me encontraba en mi habitación. Me levante de la cama y
me percate que mi vestido blanco había sido remplazado por mi camisón de
invierno. Inmediatamente pensé en Irene y en la extraña forma que tomó en el
salón de música.
La extraña apariencia de mi
sirvienta rondaba mi cabeza, intentando de alguna forma encontrar una respuesta
lógica a lo que vi.
Salté de la cama y me dirigí al
pequeño librero al lado de mi escritorio. Tomé el álbum grueso y tras encender
la vela de mi escritorio comencé a examinarlo. Aun ahora no sé lo que buscaba
en ese momento de confusión, solo sabía que debía estar en ese álbum.
Me centre en seis fotos todas fechadas el 3 de diciembre,
la fecha de mi cumpleaños y la de aquel día. Coloqué las seis fotos sobre mi
escritorio y las iluminé con la vela, teniendo cuidado de no quemar nada, la
única persona que cambiaba radicalmente en las fotos era yo.
Seis años pueden ser un gran
cambio para una pequeña de tan poca edad. Sin embargo me era difícil entender
porque mis padres adoptivos no mostraban ningún cambio más allá de la ropa que
vestían y (en el caso de Irene) el peinado que utilizaban.
Mis manos temblaban mientras
sostenía la foto más reciente, aun con los ojos pegados en la versión de mis
sirvientes de hace seis años.
— ¿Qué está haciendo, señorita
Henriette?— usé mis manos para evitar que un grito se me escapara al escuchar
la voz de mi mayordomo.
—Ah… solo eres tu Isaac.
— ¿Se encuentra bien? Se ve
algo nerviosa
—Debe ser tu imaginación— con
la manos atrás de mi espalda traté de guardar las fotos en el grueso álbum.
—Ah…deje que Furfur se hiciera
cargo, por lo visto me equivoque…. — mi mayordomo suspiró con una expresión de
cansancio marcada.
— ¿Furfur?
—El verdadero nombre de Irene.
Al igual que ella yo también soy un demonio. — al decir esto mi mayordomo me
mostro su mano derecha. Esta había dejado de ser una mano humana y tenía un
fuerte color cobrizo además que sus uñas se tornaron negras.
Observé su mano en silencio
pero esta vez el impacto no fue tan grande, al parecer para ese momento ya me
había hecho a la idea que él diría algo como eso. Sin embargo nunca pensé que
la palabra que saliera de él fuera aquella.
—Puedo ver que se encuentra muy
confundida señorita y pido disculpas por el mal rato que Furfur le debió hacer
pasar— se inclinaba respetuosamente mi mayordomo.
—Primero lo primero ¿Cuál es tu verdadero
nombre?— te mentiría si dijera que no
tuve miedo, la verdad es que a partir de ese punto y durante gran parte de la
conversación de aquella lejana noche solo
mantuve una postura de valentía.
—Mi nombre es Azazel. Tenemos
mucho que explicarle. Podría acompañarme a la sala de estar, Furfur nos está
esperando ahí.
Lo seguí en silencio. Por
alguna razón el camino desde mi habitación hasta la sala de estar me causaba
temor y la luz mortecina de las velas no ayudaba a calmar tal sensación.
Irene no… Furfur fue lo primero
que llamó mi atención al entrar. La vela en el centro de la pequeña mesa me
permitía distinguirla y aunque no era una luz muy fuerte aun así podía notar
que sus cabellos todavía presentaban aquella extraña coloración. Se encontraba
sentada en uno de los tres sillones que había en la sala. El más largo se
utilizo contadas veces, me dijeron que
era para visitas. En el segundo cabían dos con comodidad y era mayormente usado por Furfur o
Azazel y el último era uno pequeño
que solo yo usaba. Ella se encontraba en
el segundo, Azazel se sentó al lado y yo use mi sillón usual.
Pasaron unos segundos en
agonizante silencio hasta que decidí interrumpir.
— ¿No debería alguien comenzar
a decir algo?—
—Interpretaré tú silencio como
permiso para tomar la palabra — Azazel le decía a mi sirvienta. — como le dije
hace unos minutos tanto Irene como yo somos demonios…
—Furfur y Azazel, ¿verdad?—
pregunta que respondieron solo asintiendo con la cabeza.
—fuimos ordenados por su padre
con el único objetivo de mantenerla a salvo y proporcionarle una guía adecuada—
continuo él.
—Espera un momento… ¿Mi padre?
¿Ustedes conocen a mi padre?
—Es conocido por todo el mundo
en realidad— agregó Furfur con una peculiar sonrisa.
— ¿Qué es a lo que te
refieres?... Aaa Irene… Furfur ¿Cuál prefieres?
Aun no me creía del todo el
asunto de los demonios. Sin embargo no podía negar que mis dos sirvientes
presentaban características imposibles de encontrar en humanos normales.
—Con
el cual se sienta más cómoda señorita— me respondió ella con una sonrisa
nerviosa.
—y bien… Irene — le pedí
proseguir.
—Pues señorita a su padre los
humanos lo conocen por muchos nombres… príncipe de los demonios, Yezdí, Helel…
pero nosotros solo lo llamamos por su
verdadero nombre, Lucifer. —
—… Por Lucifer te refieres a
ese Lucifer aquel que los libros lo mencionan como el ángel que se opuso a
dios, el que guio a varios de sus hermanos y hermanas en una guerra que perdió,
aquel a quienes siempre se le describe
como un ser horrendo y temible… te refieres a ese Lucifer. — Pregunté llena de
incredulidad.
—No fue una buena idea dejar esos libros en nuestra biblioteca, los humanos
tienen un mal concepto de nuestro señor Lucifer. — agregó Azazel.
—déjenme ver si entendí bien…
¿se supone que soy la hija del rey del infierno? Enserio quieren que me crea
eso—las miradas de preocupación que compartieron mis dos sirvientes fue una
reacción ante mi escepticismo.
Conversaron entre los dos con
unos murmullos, me miraban debes en cuando para volver repetir aquel proceso.
—y bien ¿Me van a decir la
verdad?—
Los dos se quedaron mirándome
en silencio.
—No creo que me mientan con
respecto al saber quién es mi padre así que…
—Todo lo que le dijimos es
verdad señorita— me interrumpió mi sirvienta. —tenemos una foto tal vez esto
ayude— Furfur me entrego un libro con la pasta degastada.
— ¿Una foto?— tomé el libro y
lo abrí en donde una foto era usada como separador. En ella se encontraban mis
dos sirvientes sin mostrar un gran cambio en su apariencia, pero además se encontraban dos personas más. A la derecha
de Azazel se encontraba un hombre de una apariencia más madura y con el cabello
cenizo, al igual que mi mayordomo él usaba un traje negro.
La persona del medio capturó mi
vista por lo peculiares que se veían sus ojos. Aun siendo una foto en blanco y
negro el color de su iris no parecía ser convencional. Aquel hombre parecía ser
más joven que todos en la foto y llevaba un traje de color verde muy vivo; su
cabello castaño le llegaba a sus hombros y cargaba en sus brazos a un bebé.
—Ese es su padre, señorita. Al
igual que usted sus ojos son violeta— me dijo Furfur al notar en donde se
encontraba perdida mi mirada.
Aún me encontraba confundida pero mis
sirvientes estaban dispuesto a contarme todo lo que sabían, dependía de mi el
creerles o no.
—Hay algunas cosas que quiero
preguntar—les dije tratando de mantenerme calmada.
Lo primero que pregunte fue por
mi madre, por desgracia mis padres adoptivos nada sabían de ella e incluso hoy
lo poco que sé sobre ella se debe a la conversación que tuve con tres personas
que de alguna forma la habían conocido.
Pregunté también por el otro
hombre en la foto, nunca lo había visto y el que estuviera ahí me indicaba que
cierta importancia debía tener en mi vida.
—Al igual que nosotros—dijo mi sirvienta— era un guardián destinado a
protegerla, lamentablemente murió en la emboscada camino al mundo humano.
Las palabras de Furfur me helaron la sangre no solo porque mi vida
haya estado en peligro sino porque alguien
haya muerto por causa mía. Ha habido muchas ocasiones en las que me hubiera
gustado agradecerle a Mefistófeles el que yo me encuentre viva hoy. Nunca nos
conocimos y no tenía motivos para arriesgar su vida aún así, mi vida se la
debo.
—Un momento… ¿Una emboscada? ¿Por qué…?
—Aunque nuestro mundo no es una pesadilla, como la describen los
humanos, no es enteramente pacifico— acotó mi mayordomo.
Azazel me contó sobre la situación de mi mundo antes que yo naciera.
Aunque mi padre mantenía el control de la mayoría de los reinos, unos pocos
existían que se oponían al él. Ellos tomaron como razón suficiente para su
rebelión, la derrota de mi padre en contra del creador de todo lo existente.
La rebelión en sí se enfocaba en Lucifer, pero como no pudieron hacer
nada en contra de él, atacaron a su descendencia. En ese atentado mis hermanos
y hermanas fueron acorralados y asesinados siendo yo la única sobreviviente.
Tuve suerte aquel día ya que se había previsto de antemano que iría al mundo
humano a vivir una vida lejos de esa locura. Se suponía que mis hermanos y
hermanas también irían a su debido tiempo pero los rebeldes llegaron a ellos
antes que pudieran tomar medidas.
— ¿Así que tenia familia?—Recuerdo haberme recostado sobre el sillón tratando
de calmarme tras oír sobre la suerte de la familia que nunca conocí.
—Debe entender, señorita — Furfur por primera vez se levantó y coloco
su cálida mano sobre la mía— si le revelamos todo esto ahora es porque es
necesario. Cuando Mefistófeles Murió puso en usted un hechizo de protección.
Lamentablemente su poder fue creciendo y ahora a sus siete años ha debilitado
el poder del hechizo, ya casi nada queda de él. Sin ese escudo los asesinos de
sus hermanos podrán encontrarla y no creo que Azazel ni yo seamos capaces de protegerla si
estos ataques fueran a gran escala.
— ¡¿Qué podemos hacer?! — dije
aterrada ante la posibilidad de perder mi vida a tan corta edad.
—No se angustie, señorita Henriette— Azazel también se acercó a mí y
coloco su mano sobre mi hombro— nuestra misión no terminaba en cuidarla,
nuestro deber también era instruirla en artes defensivas.
Mis dos sirvientes se colocaron enfrente de mí y haciendo una respetuosa venia se
presentaron nuevamente.
—Mi nombre es Furfur y me encargare de instruirla sobre la magia y
todo el mundo que ella comprende—
—Y yo su humilde sirviente Azazel, la instruiré en el arte del uso de
las armas blancas—
Así termino mi séptimo cumpleaños, enterándome de una vida y mundo
completamente nuevos y bajo la promesa de que mucho más se me revelaría a su
tiempo.